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EL POETA PABLO OCHOA, ¿UN SUICIDADO POR LA SOCIEDAD CHIHUAHUENSE?

En los meses de mayo y noviembre de 1892 suceden en el estado de Chihuahua dos hechos de sangre, distantes geográficamente, pero ligados por sus orígenes oscuros y, podríamos decir, subcutáneos: el exterminio de los rebeldes del pueblo de Tomóchic, en el corazón más oculto de la sierra de Chihuahua, a causa de la control central y absolutista (“mátalos en caliente”) de Porfirio Díaz, y el deceso trágico-romántico del poeta Pablo Ochoa, en la capital del estado, por la barbarie política y la voracidad económica del clan de Luis Terrazas.

[Mayo 3 de 2018, Casa Chihuahua] Los antagonismos regionales e históricos entre el poder central y el norte chihuahuense integran diversos y extensos capítulos de un libro voluminoso, aún no escrito, de nuestra historiografía nacional. Los desencuentros políticos entre la figura más dominante del México finisecular del XIX: el oaxaqueño Porfirio Díaz, y el terrateniente mayor en la historia de la humanidad: el chihuahuense Luis Terrazas, arrojan un saldo más rojo que azul para la sociedad y la cultura regionales.

En el último tercio del siglo XIX, la relación política del general Terrazas con el general Díaz transcurre entre altibajos, con períodos de abierta oposición. En los levantamientos porfiristas contra Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, a través de los planes de la Noria (1871) y de Tuxtepec (1876), el norteño le da la espalda al sureño. Su avenencia plena sólo es posible en los inicios del nuevo siglo, más específicamente en el año de 1904, cuando Enrique C. Creel Cuilty, sobrino y yerno de Luis Terrazas, asume la gubernatura de Chihuahua.

A principios de la década de 1890, Terrazas intenta recuperar la silla del gobierno estatal –de la que había sido desplazado por el poder del centro– en contra de los intentos de reelección del gobernador porfirista Lauro Carrillo. El derrotero peligroso que en ese momento va tomando la revuelta de la comunidad de Tomóchic, aunado al poco tacto del gobierno del estado para comprender las aristas diversas de este complejo problema y al supuesto apoyo terracista a los tomochitecos rebeldes, ocasiona que el gobernador Carrillo viaje a la capital del país atendiendo a un llamado urgente del presidente Díaz.

Esta ausencia imprevista del gobernador es aprovechada por el Club Político Central Terracista para incrementar sus ataques en contra de los seguidores de Carrillo a través de El Norte, periódico propiedad de Luis Terrazas. Las elucubraciones en el sentido de que Lauro Carrillo retiraría su candidatura para reelegirse en el gobierno del estado, culminan con un desplegado donde se acusa al director de El Diario de Chihuahua, órgano electoral del carrillismo, como traidor a la causa del gobernador. La inserción anónima publicada en El Norte dice:

Es inexplicable la conducta de El Diario de Chihuahua cuyo director y propietario hizo mil protestas de adhesión, de aprecio y respeto para el señor Terrazas, avanzando su entusiasmo hasta insistir en que convendría proponer la candidatura de este patriota (son sus palabras), y hasta ofrecer sus columnas de El Diario para apoyar su postulación.

Este infundio cuya autoría se atribuye a quien doce años después sería gobernador de Chihuahua, obtiene como respuesta un desafío a muerte por parte del periodista duranguense Luis Díaz Couder, director de El Diario, cuya lealtad a Lauro Carrillo quedaba en entredicho, así como su honra personal. De tal modo se enfrentan, en el que los cronistas consideran el último duelo formal en Chihuahua, el periodista calumniado de El Diario y el jefe de redacción de El Norte, el abogado y poeta Pablo Ochoa, quien da la cara, y la vida misma, por quien escritores e historiadores consideran como el autor verdadero del escrito calumnioso: el político Enrique Creel Cuilty.

Pablo Ochoa, de acuerdo al testimonio de Victoriano Salado Álvarez, “era bajito, metido en carnes, de cutis sonrosado, de hermoso y rizado pelo castaño, y agradable y bien educado como pocas personas que haya conocido” y era además “medio poeta”. No obstante este retrato a medias tintas, Ochoa es el escritor más relevante del romanticismo chihuahuense. Desde los signos del desencanto y la vulnerabilidad, varios de sus textos comprenden los versos más singulares y sombríos de la poesía del siglo XIX de nuestra región romántica.

Los insectos, los mundos y los soles,
El débil como el fuerte,
Por la curva fatal todos gravitan:
Nacen, duran, después se precipitan
En la sima sin fondo de la muerte.

Insecto y sol, el poeta gravita, y en primer término, por “la curva fatal”.

Hijo del político Antonio Ochoa, quien es gobernador del estado en 1857 y político antiterracista en 1873, Pablo Ochoa nace a mediados de la década de los cincuenta en la población serrana de Guadalupe y Calvo, donde su padre es un próspero propietario de minas. Pablo estudia la carrera de derecho en Guadalajara y a principios de los ochenta retorna a su terruño, donde desempeña diversos cargos públicos. Sus primeros textos literarios aparecen en diarios de Guadalajara y en Juventud Literaria de la ciudad de México, semanario cultural que es una antesala de las publicaciones del movimiento modernista. En Chihuahua es redactor del Periódico Oficial y de El Imparcial, asimismo, profesor de jurisprudencia en el Instituto Científico y Literario y uno de los fundadores del periódico terracista El Norte. Los años finales de su vida breve son, según su contemporáneo Severo Aguirre, “un sueño convulsivo, febril, lleno de esperanzas y desengaños”.

Poco tiempo antes de batirse en el duelo a muerte, Ochoa parece leer en la palma de su mano estas líneas de su destino fatalidad:

Empero, yo al destino de someto
sin que proteste mi alma entristecida;
que es ley fatal, ineludible arcano
que las flores más bellas de la vida
sean las que se agosten más temprano.

En su novela Sembradores de vientos (1928), Miguel Bolaños Cacho no escatima críticas a la actitud innoble del empresario Enrique C. Creel: “Aunque inquieto por las consecuencias del duelo, consintió vergonzosamente en la transmutación y dejando que aquel joven valiente y generoso, aquel excelente amigo suyo, corriera sin culpa propia los riesgos de un lance de armas, respiró a plenos pulmones […] satisfecho en su nativo e hipócrita egoísmo, coraza de sus éxitos y sustentáculo de su prosperidad personal, aunque también de sus afrentas”.

La escena del duelo entre Pablo Ochoa y Díaz Couder es digna tanto de una tragedia como de una comedia. El suceso dramático y fársico tiene lugar el 12 de mayo de 1892 en los jardines de El Mortero de la capital del estado, ante una multitud de chihuahuenses, prácticamente la ciudadanía entera. El duelo se desarrolla conforme al Código Francés, cuyas reglas lee en voz alta el juez de campo Ramón Cuélar: “Ambos contendientes, de espaldas entre sí, deben dar cincuenta pasos, voltearse y esperar la orden del juez, antes de disparar sus pistolas”.

Luego de una serie estruendosa, casi interminable, de veinte detonaciones simultáneas, ninguno de los contendientes acierta en el cuerpo del otro, acaso un mero rasguño. Atardece y las sombras se extienden por los campos primaverales de El Mortero. Entre el público numeroso, expectante en un principio, va decreciendo el interés por el espectáculo; una buena parte busca la salida más próxima. El juez de campo Cuéllar propone dar por terminada la confrontación:

–¡Señores, esto ya excede lo ordenado por el Código de Honor! Los señores Ochoa y Díaz Couder se han disparado en diez ocasiones, cuando el Código de Honor no permite un intercambio mayor a tres series. Yo no quiero prestarme para continuar en este duelo.

El magistrado Alejandro Guerrero y Porres, padrino de Díaz Couder, está de acuerdo en suspender el evento desatinado, pero Luis Terrazas Cuilty, hijo del terrateniente y padrino de Pablo Ochoa, argumenta que la voluntad del licenciado Ochoa es que el duelo no concluya hasta que uno de los contendientes reciba alguna descarga. Ramón Cuéllar insiste con un hilo de voz:

–Señores, el sol no tarda en meterse… El duelo no puede seguir en la penumbra, pues va en contra de lo establecido por el Código de Honor. Yo no puedo aceptar su continuación en estas condiciones.


La tragedia de Pablo Ochoa adquiere las formas interiores, como dice Baudelaire sobre Edgar Allan Poe, de un suicidio, y nuestro poeta podría ser, como define Antonin Artaud al pintor Vincent Van Gogh, un “suicidado por la sociedad”. En su ensayo singular sobre Van Gogh, el poeta surrealista escribe: “Nadie se suicida solo, como nadie estuvo solo al nacer y tampoco nadie está solo al morir. Pero en el caso del suicidio, para que el cuerpo se decida al acto contranatura de privarse la propia vida se necesita un ejército de seres malditos”. Y a partir de estas líneas y de la hipótesis de que la personalidad y el devenir de Pablo Ochoa son los de un suicida, podemos formular estas preguntas: Díaz Couder–Enrique Creel–Luis Terrazas–Terrazas Cuilty–Lauro Carrillo–Porfirio Díaz–Ramón Cuéllar: ¿cuántas manos son las que accionan el arma homicida?, ¿es el conjunto de un “ejército de seres malditos”, según la expresión de Artaud?, ¿o sólo es el dedo fatal del destino?

Antonin Artaud, quien tuvo una estancia delirante entre los indios tarahumaras en 1836, concluye su ensayo con esta idea, esencialmente romántica, sobre las interrelaciones del artista, la sociedad y el infinito: “Se puede vivir para lo infinito, llenarse sólo con lo infinito, pues hay suficiente infinito sobre la tierra y en las esferas como para colmar a miles […] Si Van Gogh no llegó a saciar su deseo de iluminar toda su vida con él, fue porque la sociedad no se lo permitió. Rotunda y conscientemente se lo prohibió”. Tal como al propio Artaud la sociedad europea del siglo XX no le permitió, o le “prohibió”, una comunión con el absoluto. Queda, entonces, sólo una pregunta final: ¿es nuestro poeta romántico Pablo Ochoa un “suicidado” por la sociedad chihuahuense de finales del siglo XIX?

Luis Terrazas Cuilty argumenta una vez más que esta historia no puede terminar sin que uno de los duelistas sea herido o muerto. Finalmente, el juez y los padrinos acuerdan que se realice un último disparo por cada contendiente. En su novela histórica Sueños sin epílogo (1998), Enrique Macín recrea este suceso: “Díaz Couder en apariencia sosegado hace con la boca un rictus extraño. Ochoa va perdiendo la calma. Su rostro al principio sereno, ha cambiado notablemente. Un ligero temblor se nota en su mano diestra. El duelo se ha convertido en un tormento […] Los jueces cargan las pistolas. Ochoa y Díaz Couder ya no se miran con odio. Se tornan en sombras alargadas para que las balas den en el blanco. Después se escuchan las detonaciones. Una sombra se encoge para caer mortalmente herida…”.

En “Sombras”, un texto esencial de Ochoa y de nuestro paisaje romántico, el hombre abisal,: “Sólo sé que transito en las tinieblas”, antecedido siempre por su propia sombra, vislumbra su desaparición inmerso en la luz natural que desaparece con el atardecer:

Como se desvanece en las tinieblas
El resplandor postrero de la tarde

La tarde del 14 de mayo de 1892, un día después del duelo, muere Pablo Ochoa a los 37 años en la casa del doctor José Lemus, quien era cuñado de Pablo, en el número 819 de la calle Victoria del centro de la ciudad de Chihuahua. Fallece precisamente veinticuatro horas después de haber salido, entre numerosos brindis y estentóreos vítores, del selecto Casino de Chihuahua, ubicado en la misma calle Guadalupe Victoria. Por su parte el periodista Luis Díaz Couder, al poco tiempo abandona el estado de Chihuahua y fallece dieciséis años después en Indé, Durango, asesinado por un músico en una cantina de mala muerte.

Pocos meses después del último duelo formal en Chihuahua entre Ochoa y Díaz Couder, casi al mismo tiempo que el pueblo tomochiteco es arrasado a sangre y fuego por las tropas federales, el dictador Porfirio Díaz, para neutralizar a los bandos regionales en pugna, impone al frente del gobierno de Chihuahua al coronel colimense Miguel Ahumada, quien gobernará el estado durante doce largos años. Tanto carrillistas como terracistas acatan la orden suprema que viene del centro del país y asisten con sus mejores galas a la asunción del nuevo gobernador el 4 de octubre de 1892.

Rubén Mejía